martes, 19 de mayo de 2020

LEJOS


Creo que no he descansado en toda la noche, pero me da la sensación de que llevo mil horas tumbada. Me duelen las cervicales y los brazos, estoy como encogida. Aún no abro los ojos, la pereza me inunda todas las mañanas. Quiero quedarme un rato más en mi cama. Además, mi vejiga me está dando una tregua, pues por una vez no me despierto con unas ganas tremendas de ir al baño.
Me fastidia dormir mal. Me duelen los brazos bastante, quizás estaba en una mala postura, aunque he despertado boca arriba, con lo que odio estar así, prefiero acurrucarme y coger mi almohada. Desde lejos, me llega el rumor de los vecinos, hay varias voces que parecen un murmullo, hay una que se parece a la de mi madre. La oigo así como borrosa, lejos.

Me duele la cabeza tambien. Va a ser una mañana dura. Huele raro, noto el olor a cera quemada, pero hay un olor químico en el aire, como a formol, viene de lejos y lo confundo con el de la cera. No sé, las obras de este edificio son interminables, cuando no es ruido, es polvo, cuando no, olores raros, que hartura. 

Aún en la cama, sin moverme, intento alargar un poco las piernas, que horror, como me pesan, como si hubiese hecho 20 kilómetros. Tengo la sensación de que tengo los dedos de los pies pegados y me cuesta mucho estirarme, pero lo pienso de nuevo y ayer no salí a correr, debería estar fresca como una lechuga. 

Inspiro fuerte, nada me quita la pereza, ¿hoy es sábado? Si no es sábado, la alarma para ir al trabajo no ha sonado. No me llega claridad a través de los párpados, pero por el ruido, no parece temprano, quizás está nublado, o lloviendo. 

Creo que ayer ya me dolía la cabeza, por eso no salí a correr, a ver si ahora voy a tener migrañas. Mi hermana dice que es terrible y que le duran varios días. Alguien llora lejos. Qué pena. Otras voces susurran, intentan calmarla. Es increíble cómo se parece la voz de esa mujer a mi madre. El ruido es muy lejano, pero a veces entre oigo palabras: una tragedia, tan joven, no puede ser. Un pensamiento me cruza la cabeza, rápido como un rayo. Me acuerdo del parking y de repente me da frío. Se me eriza la piel desde la columna hasta los pezones. ¿Miedo? No me acuerdo bien. Espera sí, bajé a recoger el coche a la misma hora de siempre, solo se escuchaban mis pisadas y las llaves. ¿Por qué mi cabeza me hace recordar esa escena tan cotidiana que repito a diario?

Huele a café, seguramente es en la reunión que tienen montada los vecinos. Ahora que lo pienso, es muy raro, el señor Andrés no acostumbra a tener muchas visitas. Esa mujer vuelve a llorar, la escucho lejos, pero me inquieta. Viene a mi cabeza la puerta de mi coche, la abrí y escuché ruido, me di la vuelta y alguien cerró la puerta del coche y me golpeó la cabeza con algo duro y me caí al suelo. No, no fue así. Eso lo vi en una película y como siempre, tiendo a mezclar cosas. Tenía ese recuerdo en mi memoria, lejos, y lo confundí con ayer, cuando entré en el garaje y ya iba pensando en que no iba a salir a correr. Espera, sí que quería salir a correr, ¿entonces por qué no fui?

Me cuesta mucho recordar, todo queda como lejos. Mi cabeza va a estallar, si no fuese por lo que me pesa el cuerpo, iría a por un ibuprofeno ya. Como odio las pastillas, pero qué bien me vendrían ahora. Vuelvo a respirar profundamente, pero me cuesta, es como si estuviese encajonada en algún sitio, como viajar el metro en hora punta en un vagón abarrotado, donde todos nos tocamos. Además, sigue oliendo raro y el olor se me ha metido en la garganta. Antes lo notaba lejos, ahora parece que lo tenga dentro. Que mal huele.

Vuelvo a oír a los vecinos, murmullan, lloran, ahora hay varias personas llorando y vuelvo a escuchar a la que tiene la voz como mi madre, esa señora lo está pasando fatal. Se me encoge el estómago, no sé bien si por el olor insoportable o por los llantos de esa mujer. Tengo que hacer algo, voy a poner música. Ni los brazos puedo mover, ¿dónde dejé el móvil? Visualizo en mi cabeza mi dispositivo, alguien lo tiene en la mano y lo tira con fuerza al suelo haciéndolo reventar en mil pedazos. Se me acelera la respiración, ¿por qué mi mente piensa esto? Tengo miedo.

Oigo el murmullo cada vez más alto, ahora no lloran lejos, están como en la habitación de al lado. Mi cabeza sigue doliéndome, pero en lugar de buscar recuerdos lejanos y mezclarlos, vuelve al parking. Ese hombre desconocido me ha arrancado el bolso y rebusca en él, ¿en qué película lo vi? Quiero levantarme y no puedo. Estoy muy asustada. Quien se levanta es mi yo del parking, intenta huir, corre muchísimo, más que cuando los sprints del entreno que pensaba hacer esa tarde. Pero realmente sigo tumbada, no puedo abrir los ojos, no sé qué me pasa, creo que los tengo abiertos, pero no veo nada, está todo en penumbra. Empiezo a llorar y también llora mi yo que corre, porque la puerta no se abre y ese hombre ha ido tras ella. Tras de mi. Quiero quitarme de la cabeza esa imagen que no es real, ¿verdad que no lo es? 

Sigo llorando mientras la voz que parece la de mi madre está hablando entrecortada. No está lejos, la oigo a mi lado. Dice que por qué han tenido que arrebatarle a su hija. Alguien le dice que salgan a tomar el aire. No puedo respirar bien. Tengo mucho miedo. Tengo frío, tengo calor. La garganta seca de llorar, este olor terrible en mi garganta. Escucho dos voces justo a mi lado, estoy muy asustada, quiero pedir ayuda, hablan de alguien que ha matado a alguien dándole golpes en la cabeza, creen que para robarle. Parece que se van, les escucho lejos hablando sobre una chica. Algo de un parking.

miércoles, 22 de enero de 2020

PRZECZUCIE (PRESENTIMIENTO)

Tenía la necesidad de fumar. Acababa de darse cuenta que, su tercer mal presentimiento, se había cumplido, como los dos anteriores. Treinta y seis días antes se habían acabado sus esperanzas. Treinta y seis días hacía que había abandonado su casa, la que vio nacer a sus hijos, la que atravesó con su esposa en brazos de recién casados. Su casa, cálida y pequeña, que se había ido vaciando poco a poco, que hacía unas semanas se llenaba de discusiones. Kriska era una mujer de armas tomar y no quería abandonar su hogar. Pero él, llevaba semanas preparándolo todo y no había otra opción posible, por una vez, no tuvo en cuenta los fundamentos de su esposa, se marchaban a su Hungría natal para huir, y a ella le llenaba la cólera en pensar que de nuevo, como durante la Gran Guerra, iba a estar separada de su marido, sufriendo cada día que pasaba sin tener noticias del frente. Y aunque él, le dijo que estaría más tranquilo si la familia abandonaba Polonia, en realidad, lo único que temía, es que ni siquiera Hungría fuese segura llegado el momento. Le dolió ver aquella casa vacía, que había estado llena de niños, llena de olor a pan, llena del ruido de los tacones de sus chicas, pero el recuerdo de su familia, le hacía fuerte en las batallas, que se ganaban, sobre todo, por mantener la entereza y el temple.

Viernes. Aún no rallaba la albada del 1 de septiembre. Su reloj daba las 4:45 de la mañana. Aunque después se diría que ese fue el principio, en realidad, todo se habría cocido a fuego lento durante meses, pero si es cierto que el viernes de madrugada, fue justo el momento en el que se abrieron las puertas del Infierno. Sus compañeros estaban en el frente este combatiendo contra el ejército alemán. Había hecho cálculos miles de veces en pocas horas y no les salían las cuentas. Más de un millón de soldados habían entrado en el país poniendo a su ejército contra las cuerdas. Alemania contaba con la mejor aviación europea, probada en un campo de batalla hostil y sangriento como lo estaba siendo la Guerra Civil Española. Mientras aniquilaban republicanos, corregían errores para el plan que llevaban tiempo diseñando. Con pocas bajas y mucho aprendido, Alemania sacaba pecho en territorio español.  

Se encendió un cigarrillo negro. Ya no le preocupaba su salud. Miró al horizonte de su preciosa  Ternópil, pensó en sus hijos bañándose en el río Seret, en los recuerdos del verano, de nuevo en Kriska, en su valentía, en su risa.

Durante todo el verano del 39, las instituciones europeas, se peleaban por el puerto de Danzig, pero algo muy dentro suyo, un primer mal presentimiento, le estaba diciendo que Alemania jamás se iba a conformar con el puerto más estratégico del país. La excusa del orgullo herido tras la Gran Guerra, los argumentos débiles sobre la agrupación racial que habían explicado a la Cámara de los Comunes, todo eso, había quedado atrás mucho tiempo antes, y él, había visto la voracidad en los ojos del equipo de gobierno alemán. No, nunca se conformarían con Danzig. La ciudad era demasiado pequeña para los grandes planes de invasión nazi. Ellos necesitaban algo mucho más extenso, cercano a Alemania, con las fronteras físicas desdibujadas y fácil de invadir, algo como Polonia.

 Y de repente, en julio, mientras todos creían que la cosa se había calmado gracias al posicionamiento de Reino Unido y Francia, que prometieron que tomarían parte de este conflicto si el Führer llevaba a cabo su promesa de entrar en el Puerto, comienza la invasión. La primera de ellas, que pilló a todos por sorpresa. Delante del ejército alemán, bien preparado y entrenado, con una estrategia impecable, unos polacos desorientados que solamente podía aportar conocimiento del territorio en un país prácticamente llano y sin pasos fronterizos. Veinte años tenía Polonia. Veinte años de libertad, veinte años de democracia y república. Qué fácil había sido la invasión en el oeste.

Como águilas, los nazis iban sembrando el terror en aquellas praderas verdes. Haciendo gala de su superioridad en batalla, de su antisemitismo, de su homofobia y xenofobia, aniquilaban, destruían y reían. No pensaban, no sentían, actuaban. A los polacos, tan solo les quedó rezar y someterse mientras el ejercito avanzaba a Varsovia. Uno a uno, iban cayendo sus generales amigos en el frente.
          - Niech Bóg was przyjmie w swojej chwale, towarzysze.*

No había tirado el anterior cigarrillo cuando se encendió un segundo. El humo negro entrando en su cuerpo y ensuciando sus pulmones, era la sensación más agradable de los últimos días. Eso y el recuerdo de sus compañeros, compartiendo una comida, varias semanas antes, cuando celebraban juntos que las potencias del este de Europa, serían sus aliadas para paralizar la invasión de Danzig. Rió y tosió después. Qué pena, pobres ignorantes. A pesar del ambiente relajado, él estaba intranquilo, y habló con Josep, que le intentó sin éxito, quitarle las preocupaciones con sus explicaciones políticas que él nunca entendía. Después, unas copas y buenas anécdotas sobre la Gran Guerra, en la que ambos, defendieron con orgullo patrio Gorlize.

 Esa semana, las noticias habían llegado rápido. Al principio parecían un poco confusas, desde el sur, 50 mil soldados de infantería checa, pretendían anexionar dos comarcas menores. Los polacos nunca imaginaron la invasión de Alemania. Habían reunido un ejército rápidamente, sin preparar, sin apenas armas, pero ahí estaban, jugándoselo todo al nada. Pero mientras luchaban hasta la muerte, mientras Varsovia resistía, los checos fueron como buitres que piden su parte del festín de la presa. En sus tratos ilegales, Alemania les había permitido quedarse con el sur, y sin la resistencia polaca, ahí se quedaron. Por segunda vez, Polonia fue invadida y con eso, el General Franciszek Kleeberg, confirmó su segundo mal presentimiento, que la ayuda que esperaban desde Francia y Reino Unido, jamás llegaría, pues estaban dispuestos a intervenir en Danzig, pero la invasión del país completo, eran palabras mayores y miraron hacia otro lado. Atrás quedó ese ambiente de tranquilidad que respiraron los soldados en su última cena. Este viernes, la conversación y los temores que compartió con su amigo Joseph Pilsudsk, eran reales.

Le quedaba el último cigarrillo del paquete y de nuevo, el recuerdo de la risa de su esposa. Eso no podía quitárselo nadie. Su risa melosa que le acariciaba el oído. Su risa que contagiaba a sus ojos, a sus manos. Su risa curativa que se llevaría al fin de sus días. Dio gracias a Dios por ese regalo, por esos años con ella, por todo lo que ella le había dedicado, sus años, su paciencia, su amor, su hijos, sus hijas. Quererla había sido fácil. En sus últimos minutos, no pensó un solo momento en todo lo que tenía que haber hecho, en los arrepentimientos, en el tiempo que gastó en odiar, en pelear, en perder el tiempo. Solo pensó en agradecer, por esa vida tan plena. Prefería morir en ese momento luchando por Polonia, que vivir 80 años sin haber conocido a su esposa. La aproximación del ejército rojo se intuía tras el humo, iba a finalizar la tercera ocupación en Polonia.

Cuando habían dado por perdidas las dos comarcas del sur a manos de los checos, apretaron para seguir defendiendo el orgullo de Varsovia, pero la estocada final fue el ejército rojo en el oeste. Como halcones, los soviéticos participaron en el despiece de Polonia, reventando ciudades y ejercito. Solo un general había resistido hasta 17 días la fuerza de los 700 mil bolcheviques que no estaban dispuestos a quedarte sin su trozo del pastel. A él, probablemente le quedasen unas horas de vida, pero no le quedaba mucho más a Europa, pues su último presentimiento, y él nunca se equivocaba, y era la caída del Viejo Continente.


*Dios los acoja en su gloria, compañeros.

lunes, 22 de julio de 2019

CERVEZA

La luna era muy grande esa noche y estaba casi llena, se reflejaba en el mar Azul de Prusia, dejando en él, la mancha de plata de su ser. El suave rugir de las olas lamiendo las piedras de la orilla, le daban seguridad. Había abierto una cerveza y experimentó una libertad extraña cuando le llegó su olor, que repitió en su cabeza, tardes eternas de playa. Su oro helado, corrió por su aparato digestivo después de besar el cuello verde de la botella con un 1925 grabado. Recordó su sabor enseguida, fuerte y amargo, que hacía años que no probaba y que la trasladaban de nuevo a esa casa, algunos años antes, a planes que nunca había podido realizar, pero que aún guardaban el olor de la expectación y seguían erizando su piel.

La fachada blanca de la casa, sus cactus tan altos como espinosos, los dos faroles que alumbraban levemente la terraza, la brisa suave que mecía el chal sobre sus hombros y el vaivén de las olas, la habían sumido en una quietud agradable como en un poema de Machado, donde el tiempo se para, para dejar que disfrutemos del momento.

Los últimos días habían sido angustiosos, y de sus nervios, que habían contagiado a su bebé, esa tarde se transformaron en cólicos. El llanto desesperado del niño había durado horas, justo paró cuando sonó su teléfono y su madre le cogió aún más fuerte contra el pecho cuando escuchó la voz de la policía al otro lado. La droga es muy mala, estas cosas pasan más a menudo de lo que piensas¿Estás en Almería verdad?, buena chica. Ven mañana, hoy aquí ya no hay nada que hacer. Lamento mucho que haya terminado así, ahora que os habíais dado una oportunidad.

Tras esa llamada que lo cambió todo, había salido la luna y el pequeño se había quedado dormido en su regazo dando paso a una serenidad maravillosa. Después de dar el biberón a su hijo, el niño se durmió como un bendito, salió afuera a pensar, y en lugar de eso, su cabeza caprichosa quiso que disfrutase de ese momento, así que había abierto la cerveza y se sentó a mirar como la noche se apoderaba de la costa de Almería, y allí, perdida en una casa blanca entre el mar y el desierto, se vio a ella misma, a kilómetros de allí, hace un par de días, escuchando una vez más un perdón entre lágrimas sospechosas, y al policía, decirle que: noto que estás un poco más nerviosa de lo normal, pero esta vez parece en serio, de verdad, si no, yo te lo diría, es mi trabajo, tú eres mi responsabilidad, si algo te pasara, nunca me lo perdonaría, por eso, hazme caso, te lo digo con seguridad, que ahora sí me parece sincero, no seas egoísta, hazlo por el bebé, ¿qué dices que te dijo tu familia? Que no pensases solo en ti, después de todo, tú elegiste, sabías bien con quien tenías hijos. Es que sois jóvenes y se ve que os queréis. Mírale, hoy se nota que está destruido, nunca le había visto llorar así, no quiere ni hablar. Te doy un consejo, como si fueses mi hija. Vete a casa, deja que te prepare un baño y tú te relajas. ¿No decías que el médico te había dado unas pastillas muy fuertes?, ¿ves? El médico también ha notado que estás más alterada. Tómate una y duerme. Mañana, haz las maletas y vete unos días con el niño. Podrás pensar en el futuro mucho más tranquila y recuperarte. Almería era donde tenías aquella casucha, ¿me habías dicho? Pues vete allí, que es casi el fin del mundo. Verás como valoras lo que tienes. Hazme caso, mujer, iros a casa’.

Pero no era diferente. Era como siempre, solo que ella tenía un bebé entre los brazos, al que no había podido amamantar, ya que a causa del miedo, nunca le subió la leche, además, de haberla tenido, le hubiese sabido a hiel al pequeño, debido a su angustia y su pánico. Y eso de no poder dar de mamar a su hijo por culpa de él, a ella, le había llegado al alma.

Se subió al coche y antes de terminar el trayecto, las lágrimas habían dado paso a los insultos. Y de un tirón la sacó del coche. Ella entró en casa y se quedó de pie en mitad del comedor mientras él se preparaba un par de rayas y mascullaba sobre la vergüenza que le había hecho pasar en comisaría. Le miraba mientras intoxicaba su cuerpo una vez más. Ya no quedaba nada bueno de él. Estaba segura. Las migajas de su bondad, se las pasó a su hijo cuando lo engendró. Lo único que llenaba a ese hombre, era la crueldad y el vacío. Después de darse unos golpecitos en las aletas de la nariz, cogió de nuevo las llaves del coche y antes de irse le dio un beso en la cara y le dijo: a portarse bien que por hoy ya has hecho bastante la loca.

Cuando la puerta se cerró, volvió en sí. Dejó a su hijo en la cuna, y mientras le arrullaba, se imaginó a si misma chafando aquellas pastillas que tenía en el bolso, las que el médico le había dicho: ‘solo media en casos de crisis. Si no te calmas, ven a urgencias. Es muy importante que no aumentes la dosis’ Y mezclandolas con la coca que había dejado su marido encima de la mesa del comedor. Imaginó que las mezclaba muy bien, tanto que incluso llegaba a sonreír por el trabajo bien hecho. Después, se imaginó lavándose las manos y preparando una maleta para irse a Almería, donde se vio brindando con ella misma por una victoria merecida, con una cerveza bien fría.

jueves, 11 de abril de 2019

GÓNDOLA

Desde hacía 30 años se levantaba a las 5 de la mañana siempre, pues antes de abrir su portería tenía muchísimas tareas que atender, doblar la ropa que su marido había quitado del tendedero la noche anterior, prepararle a Manolo el desayuno para que fuese a la fábrica, pasear a las perritas de la señora Tiffón y pasar bien el aspirador para que Manolo fregase antes de irse a trabajar.
Todo lo hacía con alegría y, casi siempre, con una sonrisa. Carmen nunca había dejado de trabajar. Nunca se había planteado ni siquiera si le gustaba su trabajo. Era servicial y atenta, además de amable. Los vecinos estaban encantados con su portera. Ella era una mujer sencilla que se contentaba con pasear arreglada los domingos del brazo de su Manolo. Jamás había pedido nada, pero de unos años a esta parte, se había aficionado a guardar las monedas de 2 euros en frascos de vidrio. Las contaba casi a diario. Iban aumentando más rápido de lo que se esperaba. Ya no era como años atrás, que tenían que apretarse demasiado el cinturón, pero se volvió un poco ambiciosa y decidió ahorrar un poquito en la cesta de la compra para poder guardar esas monedas de canto plateado.
Trabajaba en el carrer Santaló desde hacía veinte años. En la misma finca, con las mismas familias. Dedicando su vida a personas que no le tocaban nada, que la querían desde la distancia que sus posiciones sociales se lo permitían. 
Ella se sentaba a ordenar el correo en su cubículo del portal y escuchaba desde siempre baladas clásicas en italiano, que se sabía de memoria, y eso que no conocía el idioma. La señora Riguart, la escuchó cantar La bámbola mientras limpiaba el espejo de su rellano, y le había regalado hacía dos Navidades, el disco de Sergio Dalma, donde interpretaba éxitos italianos traducidos al español. Ella, en su breve siesta de veinte minutos en el sillón, cerraba los ojos y se imaginaba recostada en un parque en Italia, escuchando la música flotar por el aire.
Resultó que los Rosell visitaron la península Apenina justo después de su afición a guardar las monedas y le trajeron un presente hortera y feísimo, pero cuando lo miró con más detenimiento, Carmen no pudo apartar la vista de esas barcas alargadas y estrechas que parecía que se moviesen al sonido de 'Via Dalma' por esa bola de cristal con purpurina. En una punta había un hombre con un sombrero elegantísimo, una camiseta a rayas y un remo largo. En la otra, una pareja de enamorados. Paseaban por unas casas preciosas en unas calles sin aceras, solo agua. Carmen cerraba los ojos y se imaginaba así, sentada en esa barca, y el mundo se volvía de repente tranquilo y calmado. Como las siestas del sábado, cuando sabía que no tenía nada que hacer y que nadie la esperaba. El mundo entero paraba a su gusto durante 45 minutos. El aire le refrescaba los pies descalzos sobre la colcha y ella, sentía el cuerpo de Manolo al lado, protegiéndole, sabiendo que a su lado, él estaba feliz y tranquilo. Esa maravillosa sensación, pocas veces alcanzada, tenía que ser igual a la que se sentía paseando en esa barca de forma surrealista. Mirando esos edificios que hundían sus cimientos en el agua, mientras que los pasos de peatones se convertían en románticos puentes de piedra. Y de esas casas estrechas, salía olor a tomate y orégano, que así debería oler la Italia verdadera
Manolo era el hombre más bueno que conocía. Nunca rechistaba por nada y la decía guapa algunas veces, ella sabía que cuando Manolo se lo decía era porque realmente ese día estaba más guapa de lo normal. Siempre alababa sus comidas y a diferencia de otros maridos de la edad de Manolo, él se encargaba a diario de los platos, de fregar el suelo y algunas tareas más. Y cuando Carmen se ponía una falda más corta de lo normal, a pesar que casi rozaba los 60, Manolo se la quedaba mirando y le decía; da igual que cumplas años zagala, tienes unas piernas de revista. Y ella le regañaba por zalamero, pero le encantaba que se lo dijese. Cada sábado salía temprano de trabajar, y le llevaba dos o tres flores bonitas, ella siempre se las aceptaba con un beso en la mejilla y un; ‘un día de estos te van a pillar, que ya no tienes veinte años’. Y luego le abrazaba en la siesta que algunos sábados compartían... A veces, cuando Carmen tenía el ceño fruncido por los quebraderos de cabeza diarios, él le hacía bromas para que sonriese, y ella le reprendía sus ganas de chiste siempre. Pero a ella le encantaban esas costumbres que su Manolo siempre mantenía, como cuando la abrazaba para olerle el perfume del pelo o cuando le masajeaba los pies siempre que veían la tele juntos en el pequeño sofá, o le hacía cosquillas en la cintura mientras ella cocinaba. Aún ahora, más cerca de la jubilación que de la juventud, Manolo siempre contaba que aún no se explica cómo engañó a la chica más guapa del pueblo para que se casara con él. Medio en broma, medio en serio, pero Carmen siempre le miraba con ternura. Cuando se acostaban ella siempre le dejaba más sitio en la cama, y él le cedía el lado más fresco cuando llegaba el terrible y húmedo verano a Barcelona. Sólo tenían dos demonios, uno por culpa de Carmen; no podía tener hijos. Pero eso a Manolo jamás le importó, y si en su fuero interno se apenaba, nunca había dado señales de eso. Carmen lloraba por ello muchas veces, y se culpaba hasta la saciedad, pero Manolo decía que no podría compartir a su Carmen con nadie, y a ella se le pasaba un poco. 

El otro demonio era culpa de Manolo, era un demonio malo, que aparecía de vez en cuando, estaba dentro de un vaso, o de una botella, le llamaba, le decía que todo era mejor cuando Manolo bebía de él. El veneno del alcohol había llegado a su vida al perder a sus padres muy temprano, antes de conocer a Carmen, y aunque ella le ayudaba a ahuyentarlo, nunca se iba del todo. Manolo cada vez era mayor, pero seguía sintiéndose como un chiquillo huérfano, y a veces su alegría se volvía amarga y Carmen sola no podía consolarlo, y buscaba ese sabor dulce, a veces a escondidas, porque tenía vergüenza, pero luego, cuando ya se había dejado engañar por ese sabor durante algunos días, la vergüenza se pasaba, y lo hacía delante de Carmen. Y ella suspiraba primero, pero cuando él se tambaleaba como los barquitos italianos en esas calles sin aceras, le ayudaba a acostarse, le quitaba las botas, llamaba al trabajo para contar que Manolo estaba indispuesto del intestino, y luego lloraba. Lloraba sola y bajito, porque pensaba que no tenía derecho a quejarse. Manolo era la persona más leal que conocía y nunca le haría daño conscientemente, pero ahí estaba el dolor, de nuevo.

A veces esa escena se repetía varios días seguidos, y Manolo no era capaz de dejar ese sabor dulce que lo apartaba de la soledad que sentía y lo llevaba de nuevo a los siete años, donde daba de comer a las gallinas junto a su madre y ordeñaba las cabras con su padre. Luego comían pan y chorizo los tres juntos, y siempre cantaban y reían, por eso Manolo era un hombre alegre y bueno, pues lo había aprendido de su familia. Carmen comprendía su pena, pues ella jamás vivió una infancia tan feliz, y de haber tenido lo mismo que Manolo, seguro que ese demonio de los vasos también la engatusaría a ella. Entonces, Manolo lloraba, al darse cuenta que de nuevo había perdido la batalla, y decía que era la peor persona del mundo, y que no era fuerte para afrontar la situación, y que Carmen merecía alguien mejor. Lo intentaba y no podía. A veces, incluso, se había hecho daño a él mismo para resistir la tentación. Entonces, Carmen, de nuevo, rompía sus frascos de vidrio, besaba ese souvenir horrible y volvía a llamar a la clínica.